Julián Villalba

26 mar 2014 Comparte
Para comer sus raviolis famosos, nos recibió en su humilde apartamento muy cerca de la avenida Libertador a la altura de La Florida. Tenía un delantal blanco y las manos aún llenas de harina cuando nos abrió. "La masa debe tener unos dos milímetros de espesor y los rectángulos de 10 x 5 milímetros cuadrados", nos dijo mientras abría la botella de vino en su cocina.

No era un alarde de precisión, él sabía que la magia está es en la mezcla. Su máquina de café expreso y sus cigarrillos, le acompañaban desde las 4 o 4:30 de la madrugada, mientras leía los periódicos, revistas y escribía algunos emails, esperando que amaneciera para irse al trabajo. Tenía esa manía de estresarse por su familia, por su trabajo y por su país, quizás fue parte de su herencia de Ismenia y de Jóvito.

Era un maestro de la oportunidad y de la mirada alegre, un explorador solitario para luego indicar las rutas. Sus alumnos lo querían mucho, dio clases en Harvard, y en el IESA desde el año 1983 hasta hace poco, dejando un libro en camino.  Ese día nos mostró sus proyectos de varios libros, sus obras de arte, incluido un tríptico enorme de una corrida de toros que había heredado de su padre, a quien consideraba "muy estricto" me dijo-, "mi papá me dejó de hablar cuando supo que en lugar de seguir una carrera científica, me fui al MIT a realizar mi maestría en Tecnología y Políticas Públicas y luego el doctorado en Ingeniería y Gerencia. Pero después de un tiempo, ¡el viejo me felicitó y vino a verme con mamá!". Ha debido ser un momento muy emocionante porque se le iluminó su cara, mientras lo contaba.
Julián tenía una habilidad de cruzar fronteras como mediador entre lo político y lo técnico. Ocupó cargos importantes como director o presidente de Edelca, Cadafe, CVG, Aserca, y fue asesor de CAF, pero cabe mencionar su aporte como Ministro de Estado del Fondo de Inversiones de Venezuela (FIV), donde pudo ser pionero de un diálogo entre una gestión pública acostumbrada a mas de 70 años de un Estado distribuidor de la renta, y otra, impulsada por él, de una gestión pública-privada, fundamentada en incentivos de mercado y sociales, con un consenso entre actores y creando valor tanto público como privado, orientado a una gestión eficiente, compartida y sostenida, política y financieramente, como fueron los procesos de privatización de Cantv, y Sidor, con sus accionistas clase C, de propiedad de los trabajadores y del público.

En el FIV, se manejaron "todos los reales del mundo", y 30 años después, contrastaba todo aquello con su vida austera y honesta, algo totalmente admirable, si la comparamos con la "gran vida" que han llevado la mayoría de los altos gerentes del gobierno.  Le gustaba mucho una frase de Gandhi: "señor, ayúdame a decir la verdad delante de los fuertes y a no decir mentiras para ganarme el aplauso de los débiles". Y así fue que se fue, a los 62 años, con su libertad, su honestidad y su brillo.

Cuando lo vi en el féretro en su último momento, me vino a la mente el mito griego de Caronte, aquel barquero que pasaba a los que morían por el río Aqueronte hasta el mas allá, condicionado a que las personas hubiesen llevado una buena vida, y pagaran con un "óbolo", que le colocaban en la boca u ojos. Caronte pasó a Julián, llevaba puesta su corbata del MIT.

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